miércoles, 12 de octubre de 2016

Adiós es hasta pronto

Me recuerdo enamorado el día aquel en que entre tú y yo, madre, mediaba una pelota blanca con rayas rojas, y sonreías desde la plenitud que dan los treinta años recién cumplidos, inmersos en una primavera pujante, feliz.
Pues sí: Éramos felices ambos, entonces. Todavía no había llegado ningún sinsabor de los que luego nuestras bocas andarían ahítos, cada vez más dados a degustar, asimilando, un veneno que nos probaría como personas, y aún comprobaría el alcance de nuestro amor al ser humano, a nuestra familia, y nuestro mutuo pacto, promesa inquebrantable.
Pero, ni fuimos el Santo Job, ni honramos hasta sus últimas consecuencias un amor al prójimo obligado por las enseñanzas recibidas, que creíamos seguir a rajatabla.
Todo fue de modo diferente al previsto, porque en el crecimiento personal equivocamos el lugar de ese centro desde el que debíamos partir hacia lo más próximo y hacia el mundo, y nos olvidamos, en un polvoriento camino, con las sandalias cubiertas de desierto, de nosotros mismos.
Nos entregamos al otro no recordando quienes éramos ni quienes fuimos en otras épocas, mitificando nuestro pasado y, quizá convirtiéndonos en nuestro peor enemigo, olvidando que incluso a él había que amar.
Y sufrimos. Sufrimos largos años el dolor de la pérdida en páramos malditos, y encierros en demoníacos laberintos.
Pero de la mano, haciendo de lazarillos el uno del otro, conseguimos por fin hallar la senda del buen camino… Y cuando, a la vuelta de los años, después de reencontrados nuestros seres, continuamos amándonos y cuidando el uno del otro, llega hoy la hora de una breve despedida, pues tú cruzas la puerta por la que todos hemos de discurrir en una ocasión. Y yo te digo adiós, con estas palabras que pronuncio. Y grito que te amo. Que aunque me duela desde ahora, y por poco tiempo, tu pérdida -pues la vida es corta y este distanciamiento, pasajero- presiento cercanas las mieles de un regreso a esa infancia feliz, en que el tiempo queda detenido en una fotografía vívida: Tú, sonriente, con tu pelo enmarcando una sonrisa; Chichito, como me llamabais cariñosamente, contemplándote extasiado; y la dicha envolviendo un segundo, unos instantes, unas horas de unos días en que éramos nosotros, y la paz y el amor eran dos pares de ojos brillantes que se besaban en la ternura de sus párpados, en el relajo de sus comisuras, en el placer del reflejo de una madre y un hijo en un juego de oscuros espejos y pupilas que sueño en tu regazo. Adiós, madre: Conmigo vas… Y yo, sereno, recojo mi tienda; mi mochila alzo; comienzo a caminar.

jueves, 6 de octubre de 2016

Lo excelso

Y ¿En qué consiste el comienzo de lo excelso para un hombre? Creo que para un hombre -me parece que no tanto para una mujer-, naturalmente, ese comienzo se traduce en dejarse al fin sentir.
Hoy, -y creo a pies juntillas en la purga Benito-, sospecho se ha adelantado el efecto que hará en mí el taller de teatro que esta tarde comienzo. Me ocurre a veces: Lo que me va a suceder, un analgésico que me dispongo a tomar, una práctica que inicio, un evento al que  asistiré, que luego he de experimentar como decisivo, significativo en mi vida o muy importante… Todas estas cosas, para mí tienen un efecto precedente similar a lo que experimentaré. Incluso si se trata de varias sesiones o jornadas, si de un curso, no recuerdo si de una carrera, supongo también que de toda mi vida, en su comienzo está contenido, como en un holograma, algo o mucho de lo sentido en su culminación, de forma que todo antecede, anuncia lo posterior, y no hay un antes y un después, sino que todo en el decurso está imbricado, engarzado y unido, -en la joya de los instantes vividos-, y así un suceso tardío puede explicar, justificar la existencia de otro ya pasado, como si el devenir pudiera marchar, como creo que es el caso, de delante hacia atrás y de atrás hacia delante, pues algún día el universo se contraerá, y si no -cuán poco sabemos de nada-, la cuestión es que sentimos estas cosas: un atávico escalofrío al rozar el comienzo de una balaustrada cuya escalera conduce a la infancia o a los momentos previos a nuestra muerte…
Y volviendo al comienzo: Sí. Hoy por primera vez en muchos años, he sentido, que es: me he sentido a mí mismo. Para un hombre más o menos heterosexual como yo, educado como yo lo fui, es mucho sentir; pues el estereotipo de esta clase de hombres -y me atrevo a decir que no son ya otra cosa más que eso: Un estereotipo- identifica su sentir en la erección, el deseo urgente, varios empellones y un derramarse agarrado a unas nalgas, a unos pechos, un vientre y una cara y un cabello también estereotipados e idealizados, y una sonrisa que queda marcada hipnóticamente a sangre y fuego en su mente, galardón imprescindible para autoconsiderarse macho de la especie. De modo que su sentir está identificado con ese placer más bien breve, apresurado, estresante, y así se explica un poco la mitificación del cuerpo femenino y no de su alma o de su mente, el amor obsesivo que nos embarga, la preeminencia de la vista sobre la imaginación, el recogimiento de la sensibilidad en el aparato sexual -todo se fue al carajo-, que debiera repartirse por todo nuestro ser, no únicamente en el plano corporal… Pues bien, yo, como hombre, como digo: más o menos heterosexual, hoy, presintiendo, sospecho, lo que habrá de suceder esta tarde en el taller de teatro, e, inmerso en una sentada meditativa, me he permitido sentir -aunque es verdad que en estos días, cuando visitaba los chakras, acudía al corazón de un modo más especial, y con otra forma de recalar, otra búsqueda, diferentes planteamiento y consideración, quizá, y ésta pueda ser la clave: con más amor-.
Todo ha partido -si es que algo comienza alguna vez- de la comisura externa de los ojos, de los párpados, en una escenificación de la sonrisa placentera del pacer en dulce hierba bajo el sol de otoño, en el silencio acompañado por el violonchelo de Casals, que luego haría enaltecer mi ánimo y mi mente, y que en ese sentimiento que se extendía por mi cuerpo, mi escritura escucha en coincidencia cronológica, estando todo sincopado en una sincronía de voces, letras, sonidos, sensaciones, amor y deseo que se aúnan y reverberan en el sentir de un hombre que ha comenzado definitivamente a serlo: Hoy, soy por fin un verdadero hombre, porque siento. Hoy comienza en mí lo excelso.