Me recuerdo enamorado el día aquel en que entre tú y yo, madre, mediaba una pelota blanca con rayas rojas, y sonreías desde la plenitud que dan los treinta años recién cumplidos, inmersos en una primavera pujante, feliz.
Pues sí: Éramos felices ambos, entonces. Todavía no había llegado ningún sinsabor de los que luego nuestras bocas andarían ahítos, cada vez más dados a degustar, asimilando, un veneno que nos probaría como personas, y aún comprobaría el alcance de nuestro amor al ser humano, a nuestra familia, y nuestro mutuo pacto, promesa inquebrantable.
Pero, ni fuimos el Santo Job, ni honramos hasta sus últimas consecuencias un amor al prójimo obligado por las enseñanzas recibidas, que creíamos seguir a rajatabla.
Todo fue de modo diferente al previsto, porque en el crecimiento personal equivocamos el lugar de ese centro desde el que debíamos partir hacia lo más próximo y hacia el mundo, y nos olvidamos, en un polvoriento camino, con las sandalias cubiertas de desierto, de nosotros mismos.
Nos entregamos al otro no recordando quienes éramos ni quienes fuimos en otras épocas, mitificando nuestro pasado y, quizá convirtiéndonos en nuestro peor enemigo, olvidando que incluso a él había que amar.
Y sufrimos. Sufrimos largos años el dolor de la pérdida en páramos malditos, y encierros en demoníacos laberintos.
Pero de la mano, haciendo de lazarillos el uno del otro, conseguimos por fin hallar la senda del buen camino… Y cuando, a la vuelta de los años, después de reencontrados nuestros seres, continuamos amándonos y cuidando el uno del otro, llega hoy la hora de una breve despedida, pues tú cruzas la puerta por la que todos hemos de discurrir en una ocasión. Y yo te digo adiós, con estas palabras que pronuncio. Y grito que te amo. Que aunque me duela desde ahora, y por poco tiempo, tu pérdida -pues la vida es corta y este distanciamiento, pasajero- presiento cercanas las mieles de un regreso a esa infancia feliz, en que el tiempo queda detenido en una fotografía vívida: Tú, sonriente, con tu pelo enmarcando una sonrisa; Chichito, como me llamabais cariñosamente, contemplándote extasiado; y la dicha envolviendo un segundo, unos instantes, unas horas de unos días en que éramos nosotros, y la paz y el amor eran dos pares de ojos brillantes que se besaban en la ternura de sus párpados, en el relajo de sus comisuras, en el placer del reflejo de una madre y un hijo en un juego de oscuros espejos y pupilas que sueño en tu regazo. Adiós, madre: Conmigo vas… Y yo, sereno, recojo mi tienda; mi mochila alzo; comienzo a caminar.