martes, 30 de agosto de 2016

Historias de Don Alfonso de Madriz

De lo que trujo un día a Don Alfonso a casa ajena, y de lo que allá comió y bebió.

Mal aire, no es el que viento provoca, sino aquel que acudió a mi boca, tras consumir las torpes viandas que en vuestra casa prepararon, Clarisa, en tan funesta hora, que pienso celebrar la fiesta, de hoy en adelante, año a año, como semana de duelo, pues terminé la jornada con truenos y fuegos artificiales, que remediaron galenos con tisanas de amargas hierbas, ventosas, sangrías y otros tormentos, y recobrar color una pizca, me llevó siete días, con sus noches que pasé todas en vela, tanto así que quedé sin parafina, y vos del todo muerta, pero que muerta de risa.
En mala hora acudiera a vuestra cita, que anunciabais cual banquete, Clarisa, pues lo que allí vi, oí y aun probé, no se parece en nada a lo que se acostumbra en salones y comedores a la hora del manjar. Y ya a varias cuadras de distancia era anunciado con bombo y platillo lo que después llegaría, y perdonadme ahora porque saltan lágrimas al rememorarlo, que es doloroso saber que se pudo evitar mi posterior malandanza, pues a dos manzanas del fatídico destino, ya empezaron para mí los mareos a causa de los efluvios que vuestras cocinas exhalan: señales de un ángel que acudía tratando de evitar lo irremediable. Y ya desde la lejanía, los muros hacíais temblar con carcajadas y risas.
Así pues, os relamíais, Clarisa, mucho antes del disfrute que os produjo me sentara a vuestra mesa. Más ninguno de los presentes en esa pantomima, creyó que iba yo a comer ni a beber cosas ni medio sanas, y sin embargo todos seguros estaban de que cumpliría lo pactado en perdida apuesta y no pondría reparo en recibir como pastelillos lo que vos ibais a perpetrar.
Al entrar, os dije: "Comer en vuestra casa, válgame Dios, me duele. Y no porque mi bolsa rasque, pues si pagando me eximiese de mover aquí el bigote, vaciara yo con gusto monedero, cartera y aun devorara mi chequera, y ansí con ello evitare sentarme ante vuestra mesa"
"Pero carta en la mesa está presa" contestasteis. "Y lo prometido es deuda, Don Alfonso, y lo habréis de cumplir"
"Más que promesa fue apuesta" dije. "Pero en asuntos de honor tanto vale en una como en otra, y he de cumplir mi palabra, aunque se me vaya en ello la vida"
"Patas abajo se os irá y con mal olor" respondisteis vos, y es de aclarar ser verdad que por mostrarme hombre valiente y de palabra, a luego hube de cagarme (y con perdón).
Pavor dábanme las servilletas escuras, que de cubiertos, mantelerías y copas parecían plañideras. Era todo mohoso e infecto, tal es así que no había espacios entre los tenedores, ni hueco en cucharas para meter la sopa, de sucios que se encontraban, pues de alacenas os servían, guardando comida atrasada, seca y más que curada y fermentada. No valían para otra cosa, tan romos cuchillos en esa vuestra mansión, sino para rascarse la espalda, y para ello vos los usabais, a mi vista, mientras presumíais desconocer el jabón.
Horror producían las bebidas, que la sed multiplicaban, tan picantes. Las verduras y las sopas no asustaban por ellas mismas, mofándose de la justicia bajo una capa de grasa gruesa que no podía oler más rancia. De la carne no tuve queja en un primer momento, hasta que espantado vi por sus restos, con los se os antojó decorar sillas y mesas, de qué monstruos se trataba. Del pescado, mejor no hablar, sólo que debió de robarlo del mar el joven Matusalén.
Tras la ingesta, me sacasteis de la mansión en volandas, llevándome sobre dos andas que las llaman parihuelas. Portábanlas mayordomo, cocinero y dos doncellas, y nos seguía en cortejo un grupo, desaliñado, de descarados criados, a quienes considero con razón mis verdugos, bailando todos al son de los alaridos que, pobre de mí, profería a voz en grito, pues me veía ya en la caja do nos guardan para San Pedro, regalados. Y vos chillabais: "¡Me meo!". Y yo añado ahora, Clarisa, que os mearais o no, sería sin duda de risa. (No puedo decir lo mismo).
Pero, al fin, aquí estoy: Vivo, aunque no sano, pero estoy. Y mi palabra he cumplido. Queda la flecha en vuestro jardín clavada. Os toca ahora cumplir con el resto de lo pactado.

domingo, 21 de agosto de 2016

El desván de mi infancia

Siempre fui un niño de ciudad, de la capital, o de "Madriz", como todos los de aquí pronunciábamos, no iba a ser yo menos, hasta que los colegios de curas consiguieron desnaturalizar mi habla local, y obediente, terminé pronunciando la D final, siempre de forma redicha y artificiosa. Luego vendría mi educación laica, casi a la muerte del dictador, pero ésta es historia de otros días.

Nací en Madrid, en los inicios de los sesenta, por lo que recuerdo aquellos taxis 1500, negros y con una línea roja horizontal. Tampoco se me ha borrado de la mente aquel Metro antiquísimo, de trenes de ruido ensordecedor, en los que muchos fumaban, a pesar de estar prohibido bajo multa de cinco pesetas. En los andenes y en los pasillos, en cambio, sí se podía fumar, y todos lo hacían. Eran los tiempos de los Ducados, los Celtas... A las mujeres se les recomendaba el tabaco mentolado. El machismo era entonces enorme: ellas eran el sexo débil, condenadas a depender del padre y luego ser propiedad del marido, en una eterna infancia.
Muy tierno aún, conocí la subida del billete de metro de dos a tres pesetas: Un cincuenta por ciento, de golpe. Una burrada...
Sí, era un niño de la capital, y sin embargo lo que con más cariño rememoro eran los viajes a localidades pequeñas, en las que los chicos vivían en plena libertad, asilvestrados. Envidiaba a los compañeros de colegio que podían marcharse a su pueblo a la menor ocasión: "Yo no tengo pueblo" les espetaba, esperando me aclarasen el alcance y gravedad de mi carencia . Y ellos, doctores, únicamente me observaban un rato con aire de conmiseración, ya desahuciado.
Pero, como digo, a veces tocaba la lotería -es un decir-, y me acogían unos días en el pueblo de unos amigos, o en el de mi abuela paterna, y entonces era el summun, lo máximo a lo que en vida podía aspirar un mozuelo. Tanto en el campo como en el pueblo, podía literalmente perderme, y no pasaba nada. Me dedicaba a reconocer por sus nombres, o de vista, a todos los abundantes perros y gatos que deambulaban por las calles. Acuden a mi memoria olfativa muchos aromas, y entre los intensos y buenos, por encima de todos, destaco el del horno de pan, lugar de encuentro.
Consciente de que los vecinos eran extremadamente ricos en tiempo y en silencio, me permitía observar, y aun oír, el vuelo de las moscas, pletóricas y acaloradas, que, al vaivén de su danza juguetona, esquivaban los ataques de una pequeña mano, contumaz en su intento de cazarlas.
Pero lo que más añoro, ya no me cabe duda ninguna, por el enorme disfrute y el misterio que siempre conllevó, era la subida, sin permiso expreso, solo o en compañía de mis hermanos, al desván o sobrado. Había que remontar todas las escaleras de la casa, y al final, en la cumbre, estaba el lugar secretamente deseado. En él todo era posible, y se hallaban, en desorden, toda clase de objetos: barajas de cartas, mazorcas de maíz o ristras de ajos, partituras, documentos cubiertos por el polvo, alguna bicicleta o triciclo incompletos, sillas desvencijadas, juguetes rotos y huérfanos, libros descuajaringados, loza sucia, también llena de polvo, aceiteras y aplicadores de lubricante con fuerte olor a grasa rancia, cucarachas muertas, pocas, y arañas vivas, carnívoras, tramperas al acecho, que hacían mis delicias en una fobia hipnótica, y eran mis cómplices, pues guardábamos mutuos secretos... En el trastero se respiraba magia, se consumaban verdaderos sortilegios, y yo tenía la certeza de que dicho apartado había sido creado para gente de mi altura corporal, amante de la esotérica alquimia, cualidad que pierden todos los seres humanos cuando se hacen adultos.
De improviso, me llamaban desde abajo, y yo corría, y al llegar a la puerta giraba en redondo, y daba un último vistazo al desván, bajando las escaleras con la firme intención de no revelar, ni bajo tortura, lo visto, olido, y presentido en ese lugar, vivencias que quedarían bajo llave en mi cerebro y en el cada una de las arañas de ocho largas patas y cuerpo de calavera, que al fondo, entre cachivaches, sonreían misteriosas....

miércoles, 17 de agosto de 2016

¿Por qué hay días en que me siento ardilla, y no hombre?

          ¿Cómo estás, Maestra? Yo, un poquito bajo de ánimo y de energías. Creo que he tirado mucho de mi cuerpo y de mis fuerzas. A veces no puede uno con todo.Todo es siempre demasiado para uno. Sobre todo cuando alguien de nuestro derredor anda enfermo -en mi caso, mi madre- y se agarra para no ahogarse, y aún da manotazos que dificultan su salvamento. No siempre me encuentro tan recio, a veces tengo heridas abiertas... Y no es sólo dolor lo que sufro, sino pérdida de fluidos vitales.

          Hoy a ratos me llama la meditación. Pero, Maestra: meditar para estar bien, sin más, no me parece del todo lícito (lo veo algo egoísta). Tengo que encontrar motivos, chispas que verdaderamente enciendan esta leña ahora mojada por el día a día.

          Cuando uno tiene un cuenco lleno de nueces, frecuentemente lo visitan, y cada uno se lleva una, o dos, para ellos o para familiares o amigos muy queridos. Como son buenas nueces y suelo tener muchas, no importará que tomen unas pocas.Pero en algunas temporadas, éstas se reponen a un menor ritmo del que son consumidas, y me veo, en momentos de crisis y de fractura de mi integridad, sin alimento.            Lo paso mal, entonces. Paso hambre o sed espiritual, y he de replantearme mi vida, o aspectos de mi vida, de nuevo.           Hasta que vuelva a recolectar nueces, u otro alimento, lo pasaré mal. Es una de las leyes de mi devenir, o por lo menos desde hace muchísimos años.          Quiero llegar a tener para dar y tomar. Pero eso requiere seguir creciendo. En ello estoy.
          Mi compañera me recuerda que tengo amigos que me aman y me dan también: Son generosos.
Lo he de tener presente. Y, aunque sé que me cuesta pedir, es justo agradecer su apoyo, y aceptarlo; beber también a veces de sus fuentes, ser comensal en sus banquetes. Tengo, en definitiva, que reconocer que me rodea buena gente, grandes personas. Esto podrá servir de escala cuando caído vuelva a encontrarme en pozo oscuro.

          Gracias, almas blancas, amigos entrañables, pues la cercanía y el amor que nos unen se acrecientan, día a día, entre sorbos de vino y miel; ensaladas aliñadas con aceite, vinagre y sal; bocados salpimentados en una conjunción de sabores que es la variedad misma de la vida y hace que -si bien en ésta haya a veces amarguras y malos tragos-, vuestra conversación, la deseada compañía y los alimentos con que me regaláis, anfitriones, logran convertir mi estancia en este mundo en algo mucho más vivible, e indudablemente nada aburrido. Gracias a todos vosotros, y gracias a ti, Maestra, por escucharme. Callo, y atento estoy a tu palabra...


 








         
          Y tú, Maestra, me aconsejas que si ahora estoy en época de guardar, guarde... Pero, ante todo, que no olvide que puedo pedir también. Que sepa que no soy el único que es feliz dando. "Pues de egoístas es también guardar para sí tal bendición: La de dar. Pide y recibe".
"Te llevaré nueces cuando te vea" añades casi al final. "Muchas", te despides.
Y yo, vuelvo sobre mis pensamientos, sobre tus consejos y los de mi compañera, y es cuando hago consciente el porqué de sentirme hoy ardilla, y no hombre.

lunes, 8 de agosto de 2016

Pasión y Muerte por la Vida


Al hallazgo de la paz hay que sumar también pasión, entusiasmo por la vida, incluso por la muerte: El muero porque no muero.
Luego la paz no tiene por qué ser aburrida, si va acompañada de este arrojo por y en la vida, de este caminar alegre hacia la muerte.
Ser cada día más joven. Y como los rockeros, dejar un hermoso cadáver. Pero ser joven o hermoso no es privativo de un cuerpo tierno: Un árbol centenario, milenario, o un tigre, un león, un ciervo o un elefante plenamente desarrollados, en la culminación de sus vidas, están más cerca, naturalmente, de la muerte que del nacimiento, y sin embargo están dotados de una belleza indudable, de facultades inconmensurables.
Hacer justicia es dar a cada uno lo suyo. Entonces, pues, no negad la hermosura y la valía ni a la madurez ni a la senectud: Sólo en tiempos contemporáneos se excluye de lo deseable a la edad que sobrepasa la de los cuerpos flexibles, ligeros, crecientes...
Reivindico aquí la virtud de una mayor rigidez, aunque trabajada, ejercitada; del peso, aunque moderado por la permanente acción y la frugalidad; de la grandiosidad, a veces también mesurada por la doblez, la combadura; de la lentitud acompañada de reflexión, experiencia y seguridad; de la cordura del Quijote ante la verdad de las tinieblas; de la paz en que desemboca el nervio a flor de piel; del perpetuo saboreo de vivir, después del pujante disfrute de la vida; del camino sin retorno hasta el final, tras la carrera sin freno hacia la meta.
Y ya llego a ti, querida Parca. De negro vistes, o así te veo o imagino. Te trataré como a una muy querida y respetada compañera a la que quiero, poco a poco, hacer mía. Seré al fin tuyo, pero como los buenos amantes iremos despacito, bocado a bocado, sorbo a sorbo, deleitándonos en un exquisito encuentro, conociéndonos paso a paso, palmo a palmo, con caricias suaves, sin prisa, in crescendo, besos de fruta, de jugos, de vino y miel...
Y así, sin darnos cuenta, moriré sin el dolor del cruce de frontera. Así, mía tú, Muerte, entre tus sábanas.