jueves, 21 de julio de 2016

Vino, Romanticismo, Intelectualidad y Muerte.


Aquellos tiempos de la Taberna Andaluza, no volverán más. Fueron, para mí, tiempos de enfermedad, de duelo: mi primer y literal duelo, tras la muerte de mi hermano.
Entonces, todos, creo yo, quedábamos allí casi por sistema. Yo andaba muy mal, y escribía poemas sin parar, parecía que sin venir a cuento. Pero no: En el fondo, estaba sacando un dolor que jamás, a pesar de tanto sufrimiento personal anterior, había sentido con esa claridad e intensidad: El fallecimiento de un ser muy querido, compañero de juegos en la infancia, nuestras posteriores malandanzas, pues tanto él como yo, no íbamos bien encauzados -José Luis, desde siempre; yo, desde la pubertad- y... tuvo que ser él. Yo también jugué a esa ruleta rusa, pero le tocó a mi hermano.
Jugamos con fuego, pero no como lo hacíamos de pequeños, con cabeza. Disfrutábamos, al menos yo, de mayor capacidad intelectiva y sensibilidad, de una mayor responsabilidad, en la primera infancia, que ya en la juventud.
Y no: No estábamos contentos. La vida, además no nos daba tregua, ni a él una ocasión para rectificar. Creo que mi hermano José Luis, desde pequeño, tuvo los caminos bloqueados. Para él, casi no existió aquello que los otros llaman moral. Quizá tenía un signo contrario al discurso establecido: Si al preguntarme por un libro, cuando su acusada dislexia le dio un poco de descanso, yo se lo aconsejaba, por descubrir mundos insospechados, maravillosos... Sólo con ver mi mirada, mi expresión de entusiasmo, declinaba la invitación y el libro estaría condenado de por vida. Sin embargo, si al interesarse por otro, yo le dijera: "¡Bah! Ese libro no es muy recomendable, es tremendamente deprimente, no creo que para ninguno de los dos sea ahora indicado", entonces, con una avidez de siglos, lo extraía del estante y lo mantenía en la mano con manifiesto cariño, y así continuaba: "Y éste..." Pero entonces no sabía a qué juego jugaba él, ni yo, en el caso de haberme dado cuenta, podría entonces haber actuado consecuentemente. Hoy, al menos habría descubierto sus cartas, y podríamos, en el caso hipotético de que viviera, sincerarnos y hablar con cabeza y consciencia, y evitar un suicidio que tanto expresa que no puede comprenderse, aprehenderse aún, al menos por mí, al fin superarlo, vivir en paz con su recuerdo.
Pero creo que nadie de mi familia, de los que quedamos, ha hecho las paces con este suceso, con mi hermano y su memoria.
Allá donde estés, levanto imaginariamente una copa de vino -y digo imaginariamente, porque son ahora las ocho menos cuarto de la mañana, y si te soy sincero, te quiero, te sigo queriendo, pero tampoco deseo convertirme, poco a poco, en un alcohólico alocado, (el alcohol produce una euforia, que si fuese siempre dirigida a la creación, a la belleza, al trabajo, la responsabilidad...)- Y ahora imagino tu cara desaprobatoria. ¿Te das cuenta? Tienes, tenías una moral contraria, pero al fin y al cabo la tenías... Pero yo creo más en otra postura, que pudiera confundirse con la amoralidad, cuando todo ha sido superado, y se valoran las cosas más universalmente importantes.
¡Cuántas cosas podríamos haber hablado ahora, si vivieses, estando mejor como estoy, como estoy seguro, estarías tú también! Pero es otro cantar.
Y allá, en la Taberna Andaluza, los poemas y, para mí, los refrescos, iban y venían.
Estábamos hablando Juana y yo, pues solíamos, y de pronto alargaba el brazo, tomaba una servilleta y extendiéndola en la mesa escribía un poema, dictado por no sabía quien. La inspiración me asaltaba varias veces en una tarde, y casi todos los papeles tintados iban al bolso de Juana, pues era quien más celebraba los breves poemas y en quien creía ver una admiradora.
Al cabo de muchos años, le pregunté por aquellos versos y ella reconoció no saber dónde estaban.
Ella desde hace mucho está en un duelo aún más doloroso, el peor: El de un hijo joven, su único hijo, que se marchó con dos amigos de viaje, y no volvieron jamás.
El dolor de Juana y el de mi madre son incomparablemente mayores al mío. Ni tengo su naturaleza, ni su aguante. Perdonadme, pues, este egotismo.


                                  O   -   O   -   O   -   O   -   O   -   O